Tuesday, September 2, 2008

Oscuros, claros, claros, oscuros

18 horas de bus nos condujeron a 18 horas en la cama. 3 días enteros en Manali en los que vimos más los azulejos del lavabo que las verdes colinas que tanto ansiabamos.

El clima tampoco acompañaba. Tal brillaba la luz, como oscurecía el día. No te podías fiar ni un instante. Cada mañana era una sorpresa. Si llovía, ni te movías, deseando que el día mejorase. Si estaba nublado esperabas que no empeorase. Y si hacía buen día dabas por supuesto que en cualquier momento llegaría la tormenta.

Así que las cosas no pintaban bien. La recuperación de nuestros problemas estomacales no parecía llevar buen rumbo, y algo a regañadientes optamos por medicarnos. Decidimos tirar del Tiorfan en vez del Fortasec, ya que es preferido por muchos autores, pero ni así veíamos la luz al final del tunel.

Y apesar de todo, no nos empequeñecimos. Estabamos de vacaciones y veníamos a disfrutar, así que dejamos nuestros males y el clima a un lado y nos dedicamos a explorar el pueblo, Vieja Manali. Eso sí, sin mucho arriesgar, ya que cada gesto era siempre con permiso de nuestros estómagos

Los 2 días que pensabamos de ocio y descanso en Manali habían pasado a 3. Pero no queríamos estancarnos en la ciudad del vicio, y aún más sin poder disfrutar de las delicias que nos brindaba el lugar.

Sopesamos las variables. Nos hacía ilusión ir al lago Chandretal y cuestionamos, con dicho propósito, a las agencias de viaje al respecto. Todas nos ofrecían llevarnos a Kaza, nuestro siguiente destino, pasando primero por el lago. Viaje que nos costaría entre 4.000 y 4.500 rupias. Cantidad de dinero que yo consideraba elevada. Jordi venía con otra mentalidad.

Así que miramos la posibilidad de quedarnos en algún pueblo cercano a pernoctar y caminar al lago al día siguiente, pero ello suponía demasiados días para un lago, sin faltarle el respeto claro. Y con un valle tan grande por explorar como lo es Spiti, hicimos de Kaza nuestro siguiente destino. Y, como no, con permiso de nuestros estómagos nos dirijimos a Nueva Manali para comprar un billete de autobús.

Era ya domingo noche y la desagradable palabra llamada diarrea no parecía tener ganas de desaparecer de nuestras conversaciones diarias. Pero no había más remedio que seguir. Y con Fortasec en mano, por si las moscas, nos dispusimos a coger un bus que salía a las cinco de la mañana. Como no era riesgo suficiente cagarse encima en medio de la nada dentro de un autobús lleno de gente, nos fuimos a la cama sin haber gestionado un autorickshaw que nos fuera a recoger y llevarnos a la estación. Bueno, lo intentamos. Uno nos pedía 180 rupias después de 10 minutos de regateo y acabamos medio confiando en la palabra de un individuo que nos dijo que hablaría con otro conductor para que nos trasladase los casi 3 km desde nuestro hostal a la parada de bus a las cuatro y media de la mañana y por 100 rupias.

Las 4:30 a.m. y el susodicho conductor no estaba en el lugar indicado. Teníamos 20 minutos para llegar a la estación de autobuses. Y a pesar de nuestros pronósticos, lo conseguimos.

Pero la mañana no hacía más que empezar. Las mochilas debían ir atadas encima del autobús. Donde acostumbra a haber una persona que las ata, nos dimos cuenta, algo tarde, que dicha persona no existía en este autobus. Me apresuré a subir y atar las mochilas con el alambre que llevo atado a la mía, pero no me acordaba de la contraseña del candado. Hacía más de 5 meses que no la utilizaba y el sueño, las prisas y los gruñidos del estomago no me dejaban pensar con claridad. Así que hice un apaño con los cinturones de las mochilas, atando la mía a la vaca y la de Jordi a la mía. Las próximas 3 horas nos pasamos mirando hacía atrás más que al paisaje, esperando, en cualquier momento, ver nuestras mochilas rodar montaña abajo a más de 2.000 metros de altura.

Recordada la contraseña y aseguradas las mochilas en nuestra primera parada, prometí enviar una carta a North Face por la calidad de los clicks y las costuras de los cinturones de su mochila que no sólo aguantaron sus meneos, sino también los de la mochila de Jordi. Pero como soy muy perro para tal gesta, se lo felicito aquí y ahora.

Parecía que sólo quedaba disfrutar del paisaje. Escarpadas montañas de color negruzco rojizo. Un desierto de roca que me recordaba a las imagenes de la luna, o de alguna escena de ¨La Guerra de las Galaxias¨. Un paisaje arisco, sin mucha fauna aparente, pero que sorprendía con rebaños de ovejas y cabras aquí y allá. Una carretera tortuosa y avalanchas que dejaban su huella día sí día no. Mirar por la ventana no era muy aconsejable para el viajero con vértigo. El autobús tamboleaba de un lado a otro provocando el susto en sus ocupantes. Los pasajeros de atrás, veteranos de dichas carreteras, saltaban por los aires con cada socabón desatando sus risas.

Yo, a medida que el tiempo pasaba, apretaba más y más el culo. Tenía gases, pero no quería una flatulencia con sorpresita. Intentaba sacar los gases eruptando, pero el menear del autobús me lo impedía. La situación llegó a ser tan desesperante que tuve que tirar del Fortasec.

Y tras 10 horas de oscuros, claros, claros y casi negros, llegamos a Kaza sin mucha idea de cual sería el siguiente paso.

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