Thursday, September 25, 2008

Ultima Estación: Varanasi

No rickshaw, No change, No boat, No drugs, No thankyou.

Una ciudad de vida, de aprendizaje, de muerte. Y muertos de cansancio habíamos llegado tras 23 horas de tren. Salimos de Haridwar pensando que llegaríamos a media mañana. En el tren nos notifican que a las cinco de la mañana. Más tarde a las cinco de la tarde. Y nuestra inestimable guía, la ¨Lonely¨, indicaba que el viaje duraría 18 horas. No teníamos ni idea. El tren paraba en cada estación con 4 chozas. Paraba en medio de la nada a la espera que pasara uno, dos o tres trenes. Y con la desesperación al límite llegamos, sin saber que la llegada al Hotel Alka también resultaría desesperante. Después del rickshaw caminamos y caminamos y parecía que estábamos dando vueltas y vueltas por callejones oscuros, sin saber si lo que pisábamos era caca de vaca, fango o a saber qué.

En el hotel nos esperaba una pareja amiga de Jordi con la que pasamos los dos siguientes días. Yo apreveché la circunstancia para despertar más tarde y dejar a mi compañero de viaje bien acompañado perdiéndose por las intrincadas callejuelas de la ciudad sagrada. Su paseo les había llevado al crematorio principal de la ciudad. En Varansi, la gente va a morir. En los dos crematorios se queman los muertos a ojos de todo el que esté presente, y sus cenizas se tiran al río sagrado por algún miembro de la familia. Pero no todos pueden ser incinerados. Leprosos, niños, mujeres embarazadas, saddhus y animales se encuentran en esta lista. Los troncos de madera se transportan de otras partes de la India, ya sea por carretera o por río. El kilo está a unas 100 rupias. Y los 3 cayeron en la trampa de pagar 7 quilitos de madera, para lo que creían iría a parar a una señora mayor que les bendeciría.

La trampa va de la siguiente manera. Al acecho de los turistas perdidos alrededor del crematorio hay unos chavales que te meten en un edificio adjunto prometiéndote una completísima explicación de todo el proceso y unas vistas inigualables. Y ciertamente te dan una amplia explicación con muy buenas vistas. Y aunque la fotografía está vetada, insinuan que se puede hacer alguna foto si eres periodista o vienes de parte de alguna revista. No parece que pidan acreditación alguna. Después te piden que des una donación, es decir, que compres algún quilito de madera, pues se necesitan 200 para quemar a un muerto. A cambio de la donación, una señora, ya encorvada por la edad, te da una bendición, haciendo gestos en tu cabeza mientras balbucea algo en hindi.

Yo también caí en la trampa en mi primera vez en la ciudad, pero por fortuna sólo llevaba encima 30 rupias. Ante tal fechoría, como podía ser que un turista llevara encima tan poca cantidad de dinero, la señora pilló un cabreo de mil cojones y no quería el dinero. Y aunque los chavales que te dan la explicación insistían en que cogiera la escasa suma de dinero, me quedé sin bendición.

Pero aparte de la trampa, en la que puedes caer, o no, el crematorio supone uno de los lugares que más impacta al espectador. Las escenas pueden resultar mórbidas, desagradables, de mal gusto, para el pensamiento occidental. Para mí, las imágenes resultaban estériles. No inflingían ninguna sensación, ni positiva ni negativa. Y me impactaba más el ajetreo de los ghats que las escenas de los familiares tirando los restos sin quemar de sus seres queridos al río.

Pero las lluvias monzónicas habían engrandecido todavía más el majestuoso Ganges, cuyas rápidas aguas anegaban de fangos los ghats, y la vida, tal y como yo la había conocido 5 meses atrás, no se desarrollaba de la misma manera. Parecía perder todo el carisma que tanto me había atraido de esta ciudad sagrada. Así que, en vez de caminar a orillas del río, con niños vendiéndote postales, hombres afreciéndote paseos en barco, saddhus contemplativos hablando con turistas, mujeres lavando la ropa, y la gente y los búfalos dándose refrescantes sendos baños, caminábamos por el laberinto de calles que conforman el casco viejo de la ciudad, con sus tiendas de música, ropa, comida, instrumentos musicales y decorativos, restaurantes, internet, agencias de viajes y templos. La marabunta de gente que forma parte de la ciudad inundaba las calles, dificultando el paseo y ofreciéndote de todo, visitas a la zona musulmana donde se confeccionan los tejidos de seda, famosa de Varanasi, paseos en barco, drogas y todo el sinfin de productos que ves en las diversas tiendas.

Los paseos eran largos y agotadores. El sol no perdonaba cuando aparecía, y la humedad se hacía irrespirable. La calle principal, sin ningún tipo de protección y con conductores de rickshaws molestándote a cada paso, era la más insufrible. Y en uno de estos momentos en que no sabes que hacer, nos metimos en el área musulmana, sin guía y sin intención de que se nos acoplara uno. Y para mí, resultó una experiencia muy gratificante observar a los fabricantes de telas mostrarte su trabajo con una sonrisa de oreja a oreja. Expectantes por si comprabas algo, curiosos porque no ibas acompañado de algún indio que se querría llevar comisión y orgullosos de su labor. Pero nuestra visita había causado revuelo en todo el vecindario. La gente se asomaba por las ventanas para vernos pasar y decirnos Namaste. Los niños nos seguían anunciando con sus gritos nuestra llegada allá por donde pasábamos. Y nosotros y ellos reíamos contentos y alucinados. Nosotros por el revuelo que estábamos causando y ellos de que paseasemos por sus calles.

A los dos días de nuestra llegada decidimos tener un temprano despertar para aventurarnos en un paseo en barca y ver el liláceo amanecer de la ciudad sagrada. El paseo en sí no impactaba demasiado, ni en esta ocasión ni en mi primera vez. Y la oportunidad de fotografiar la vida de la ciudad se había reducido notablemente con el río desbordado impidiendo el multitudinario baño matutino que había podido observar con anterioridad. En esta ocasión, había convencido al resto de los ocupantes a acercarnos al otro lado del río. Las historias que salían de tal lugar resultaban todavía más mórbidas que las del crematorio. Pero nuestro paseo sólo llego a una isla de fango que se formaba a medio camino entre una orilla y la otra. Nos ofrecieron explorar a pie, pero ninguno osó poner los pies en el río, que a esas alturas ya cargaba consigo un elevado grado de contaminación. Y sin ni siquiera una vista espectacular de la ciudad, dimos media vuelta, disfrutando a ratos de la lejana imagen de delfines asomándose a la superficie. Que si todavía quedan delfines, igual el río no está tan contamiando como parece.

El conductor del barco, que balbuceaba un inglés incomprensible, recibió una propina demasiado generosa, y nosotros nos quedamos con una ligera sensación de insatisfacción. Aun así, yo había disfrutado de la matutina sesión fotográfica en las que había vuelto a darle utilidad al trípode que tanto espacio ocupaba.

Y tras un par de días de en la que es probablemente la ciudad más sagrada de todo el país, muy anuestro pesar, el protagonista del final del viaje no había sido el paseo en barco, o nuestra aventura con los fabricantes de seda, ni los pesados comerciantes y conductores de la ciudad. Fueron nuestras heces. Jordi y yo ya respirábamos con tranquilidad pensando que estábamos al menos un 90% recuperados, y hubiéramos brindado con cerveza de estar permitida en la ciudad. Pero cuando menos lo esperábamos tuvimos una recaida en la que la amiga de Jordi también resultó afectada.

Así que, con tres cuartas partes de la tripulación afectada por las cagarrinas, nuestros respectivos viajes en tren no resultaban apetecibles. Llegaba el momento de salir del país. Jordi de vuelta a su rutina laboral y a mi se me acababa el visado. Y con ello llegaba el momento de la despedida.

Una despedida sin emociones, rápida, seca, previsible de las personas que tienden a buscarse la vida por su cuenta, buscando el cambio cuando la rutina se apodera de ellos, y, aunque con sentimientos, listos para dejar cosas atrás cuando esto ocurre. Y así, sin más, abrazo, gracias, suerte y adiós.

No rickshaw, No change, No boat, No drugs...

...Jordi, Thank You!

Wednesday, September 17, 2008

Transición II

Con un par de ampollas en los pies por la caminata con mis inútiles chancletas, made in "Bata", barata marca India, hacia las cataratas, aunque los ánimos al 100%, cogimos un taxi a Haridwar.

Sólo íbamos a pasar un día, pues al día siguiente teníamos reservado un tren hacia Varanasi. Y además, no parecía tener mucho que ver, a parte de una fea ciudad, llena de caos e intoxicación por humos de diferentes tipos de vehículos. O al menos esa era la imagen que extraje yo de mi breve estancia esperando un bus unos 8 meses atrás.

Haridwar es una de las ciudades más sagradas del país, y, obviamente, escondía un área que yo no había explorado. Con una significante menor presencia de turistas extranjeros, te da la sensación de estar en el apogeo de la cultura Hindú. Y siendo una ciudad tan sagrada, no podía faltar una pooja al atardecer.

Haridwar no está precisamente a orillas del Ganges, de manera que hacen pasar un canal de muy poca profundidad con agua del gran río por el principal ghat de la ciudad. Allí, la gente se baña, cruzan el canal, más chapoteando que nadando, realizan ofrendas y permanecen silenciosos y espectantes durante el transcurso de la ceremonia. Sin tanta participación por parte de la muchedumbre como en Rishiksh, si parece algo más activa que la de Varanasi, aunque con menos movilidad.

Haridwar no es un lugar diseñado para turistas extranjeros. No está lleno de hostales con sus "rooftops", ni de German Bakery´s con sus comidas occidentales. No hay agencias de viaje en cada esquina, ni cibercafes cada 10 metros. Así que hacer de esta pequeña ciudad un lugar de espera, resulta complicado.

Nos recorrimos la calle principal de un lado a otro en busca de un ciber y un restaurante, que aparentemente ha dejado de existir, para poder matar el tiempo. Hicimos del Big Ben Restaurant nuestro campamento base, en el que pasamos horas y horas haciendo ver que haciamos algo para que no nos hecharan. Y nos pateamos el bazaar y el ghat un centenar de ocasiones. Obviamente, una exageración, pero el tiempo parecía no pasar.

Una de esas eternas esperas en la India.

Sin Novedades

Rishikesh tiene la fama de ser el centro mundial del Yoga. Lleno de Ashrams donde realizan dicha práctica, también existen cursos de meditación. Pero para las almas más intranquilas, también hay actividades como treking y salidas en kayak y rafting por el portentoso Ganges.

Nosotros estábamos exentos de tales necesidades. Era momento de relax, y con esa filosofía pasamos muchas horas en nuestro comfortable porcho, en el restaurante del hostal o en un bar con vistas al río y un puente peatonal, la mar de concurrido, no sólo por peatones, sino por motos, monos, vacas y alguna mula despistada.

Pero no vaya a pensar el lector que no movíamos el culo de un asiento. Hicimos nuestras cosillas. Aunque también he de advertir, que Rishikesh tiene fama de fustrar las actividades en las que uno se embarca. Como ejemplo, expondré el caso de un grupo de personas que se decidieron un día, hartos de horas y horas de no hacer nada, en irse en busca de unas cataratas. Yo me encontraba entre este grupo de personas, aunque la fustración me llegó a los 20 minutos, momento en el que estaba sentado comfortablemente leyendo un libro. Al cabo de una hora de mi regreso, o quizás algo más, volvían sudados y cansados uno a uno, fustrados, pues no habían alcanzado su objetivo.

A nosotros nos iba a pasar algo parecido. Un día fuimos en busca, también, de unas cataratas. Eran otras, en teoría fáciles de encontrar. Más de uno había llegado. Caminamos y caminamos. Y después de mucho caminar, llegamos a lo que parecía una pequeña cascada. Jordi, revuelto entre una mezcla de desilusión e indignación, desestimó sacar fotos del lugar. Yo me animé a practicar con mi cámara, pues había poca luz y podía conseguir el efecto espumoso del agua que estaba empeñado en fotografiar. A la vuleta nos paramos en un dhaba (dígase de un restaurante de carretera en el norte de la India) a comprar agua, donde el señor nos explicaba que las cataratas estaban montaña adentro. Nuestra inestimable guía, la "Lonely", podría haber dado alguna indicación al respecto.

Más tarde, ese mismo día, optamos por entrar a un templo con las chancletas dentro de la bolsa. Pues tampoco, se tenían que dejar en el "guarda-chancletas", a lo que nos negamos, todavía no se porque, pero a mi me ralla dejar las chancletas fuera de mi alcanze. No me imagino caminando por las sucias calles indias descalzo todavía. Al fin y al cabo, más de un Hindú me había aconsejado nunca dejar las chancletas fuera y siempre llevarlas encima.

Con dos intentos fustrados, nos dirijimos en búsqueda del Ashram donde lo Beatles se habían hospedado en una ocasión. Un conocido me lo había aconsejado y decidimos probar suerte. Al llegar, la entrada estaba cerrada. Y como desde afuera no impresionaba el lugar, nos negamos a pagar las 100 rupias que nos pedía un individuo que llegó de la nada y que tenía las llaves que daban acceso al recinto. Lo que mi conocido no me había explicado era que podías entrar por el lateral, trepando por las rocas. Parece demasiado esfuerzo igualmente.

Ibamos de fustración en fustración, aunque nada fustrados. Así que decidimos ir a ver una pooja que se celebra cada día en uno de los templos de Shiva. La pooja la organiza un Ashram, que se hace cargo de los gastos generados por dejar tus chancletas en el "guarda-chancletas". Y esta vez, sí decidimos entrar. El ghat tiene 3 formaciones de escaleras principales. La central, de cara a una enorme estatua de Shiva, estaba ocupada por jóvenes aprendices vestidos de naranja y amarillo. El resto estaba ocupado por turistas y creyentes. Con música y cánticos se llegó al momento cumbre, en el que todos se levantarón y se dirijieron, lo máximo que les permitía la muchedumbre, hacía el río para hacer ofrendas de flores y tocar el fuego sagrado que emanaba de un candelabro que parecía ir de mano en mano. Yo me dediqué a hacer fotos, sin mucha fortuna, al ser empujado, de un lado a otro, por la multitud, con muy poca luz, pues ya había anochecido, y más preocupado por no caer dentro del río o resbalar al suelo cubierto por fría agua del rápido Ganges. Una escena intensa y activa, muy distinta a la que había presenciado en Varansi, la cual me había parecido, eso sí, más espectacular.

Esta ceremonia y un aterdecer que habíamos presenciado a orillas del río parecía ser lo más fructífero que habíamos hecho en Rishikesh, pero yo me quedo con la sensación de relax que siempre me ha aportado este singular espacio de la tumultuosa India. Unas sensaciones que resultaban exquisitas para mi cuerpo.

Friday, September 12, 2008

Transición I

Nuestros males no parecían querer irse. Si bien ya controlábamos mejor los caprichos de nuestros intestinos, la noche en el lago había pasado factura. Ahora, además de evacuaciones líquido-pastosas, teníamos los labios rotos y yo una nariz que era un poema. A Jordi le había salido una yaga. Ahí habían quedado nuestras esperanzas de salir recuperados de Manali. Y por si fuera poco, las malas noticias no dejaban de llegar.

Una de nuestras suposiciones a la hora de planificar el viaje desde Kaza era coger un "Sleeper Bus" hacia Haridwar, Rishikesh o Dhera Dun. Es decir, un bus con literas. Cualquiera de los 3 destinos nos iba bien, aunque nuestra idea era quedarnos en Rishikesh. Pero esa posibilidad se esfumó después de preguntar en varias agencias de viaje.

Se nos aparecían otras posibilidades. Ir a Shimla o Chandigarh y desde allí coger un "Sleeper" o coger un bus nocturno de línea directamente a Haridwar. Optamos, no muy convencidos, por la segunda opción, ya que la primera implicaba perder un día en cualquiera de esos destinos. Y así fue como al día siguiente de nuestra llegada a Manali, aún con nuestros males presentes, cogimos un bus de 15 horas a Haridwar.

Y fue en este viaje cuando nos dimos cuenta de lo peligroso que puede llegar a ser viajar con drogas en la India. Sin previo aviso, el autobus paró para un registro policial. Yo ya había sufrido uno, sino recuerdo mal, en el trayecto de Goa a Hampi. Aunque en aquella ocasión no me habían prestado atención, esta vez revisaron mi bolsa al detalle. Hasta me registraron los bolsillos.

La pareja de enfrente, que consistía de un Americano y una Israelita, había conseguido escabullir una "china" del bolsillo a la boca, y de ahí escupirla por la ventana. Mientras, a los locales ni se los miraban. Iban a por los turistas.

Pensando que ya había pasado todo, el autobus no tardó en volver a parar para otro registro. Esta vez inspeccionaron mi bolsa en 2 ocasiones. Se pensarían que era Israelita, porque sino, no entiendo tanta obsesión. Pero nosotros íbamos tranquilos, y lo único que nos podría preocupar era que los mismos polis hubieran metido algo por su cuenta. Pero no sucedió nada.

Mosqueados por tanto registro, la pareja de enfrente nos preguntó si era normal, a lo que yo contesté que en mis 9 meses de estancia en la India era la primera vez que veía algo así. A lo que al Americano nos explicó su teoría:

Uno de los pasajeros que tenían al lado era un poli encubierto y había visto sus movimientos con la "china", a lo que no hacía más que preguntar cuanto llevaba encima. El segundo registro no sucedió hasta que dicho individuo se había bajado del bus. Posible...

Sin más incidentes llegamos a Haridwar desde donde cogimos otro bus a Rishikesh. Y una vez allí, decidimos quedarnos en la tranquila zona de High Bank. Rishikesh me había traído suerte al iniciar mis peripecias por la India y ansiaba su llegada para recuperarme. Un clima más cálido y algo de relax había de ayudar, al menos, en mis labios y la nariz.

No podía esperar a disfrutar de su tranquilidad.

Tuesday, September 9, 2008

Zero grados

Ilusionados y contentos íbamos en nuestro taxi todo terreno en dirección al lago Chandretal. No sabíamos que esperar. La guía hablaba de comfortables tiendas, aunque la gente nos comentaba acerca de tiendas de 3 en las que dormían 2. Como siempre, todos decían algo diferente.

Tampoco sabíamos nada acerca del tiempo que nos haría allá arriba. Por el momento, en el jeep, hacía calor. Sobretodo porque teníamos que tener las ventanas cerradas, ya que el paisaje estaba cubierto por una nube de polvo de roca que asfixiaba nuestra respiración.

Nuestro conductor, Kimbal, autóctono del Nepal, pero con 22 años aposentado en Tabo, tampoco era de mucha ayuda para descifrar los secretos del lago. En sus 30 años apenas había ido un par de veces, y esta sería la primera que se quedaría a dormir. Al inicio del viaje intenté comunicarme con el escaso hindi que tenía. Ello le hizo gracia, y yo diría que el esfuerzo valió para caerle bien. Tenía mujer y dos hijos, y aparecía un chico sincero, con unos ojos verdes que hablaban al mirar.

Bueno, ahora que lo pienso, la verdad es que no se si tenía 2 hijos, 2 hijas o 1 un hijo y 1 hija. De hecho, no entre en tanto detalle. Es más, tampoco puedo asegurar que su nombre sea Kimbal, ya que a los pocos minutos ya se me había olvidado. Pero sonaba a algo así.

En definitiva, diría que se estableció una sincera relación conductor-pasajero, en el que él se debía a nosotros, pues nosotros pagábamos y seguro que esperaba una propina, y nosotros nos debíamos a él, pues nuestras vidas dependían de su conducción.

Después de algunas paradas para fotografiar el pueblo de Ki, asentado en las escarpadas montañas de Spiti, algunos paisajes que es su momento consideramos interesantes y un enorme Gompa rodeado totalmente por banderitas tibetanas, hasta tal punto que casi ni se apreciaba desde afuera, cogimos el desvío hacia el lago.

Y aquí es donde destaca la diferencia entre viajeros de diversas nacionalidades. Los checos que recogimos en Ki para llevarlos a Kaza nos ofrecieron 100 rupias por el favor. Dinero que no aceptamos. En dirección al lago recogimos a 3 israelitas que las estaban pasando canutas para llegar al mismo destino. Una de sus mochilas se había roto y todavía les quedaban unas horas por llegar. Estos nos dieron las gracias y un ¨Nos vemos en el lago.¨ Ni eso. ¿Cuestión de nacionalidad o personalidad? Lo dejo a juicio del lector. Aunque añadiré un dato más. A la hora de cenar conocimos, metidos en una tienda oscura, en la que apenas veías lo que te metías en la boca, a dos hindús y una alemana que estaba afincada en Barcelona. Por la mañana nos pidieron que los llevásemos a Battal, pueblo cercano de paso a Manali que apenas consistía de un restaurante y un par de chozas. No nos ofrecieron dinero, sino algo más occidental, nos invitaron a cenar esa misma noche en Manali.

En fin, fuera de personalidades, nacionalidades, estilos y formas, estábamos en el lago. Así a primera instancia, nos dicen que estamos en un lago del Pirineo, y me lo creo. Era tan insuslo lo que veíamos, que la proposición de Jordi de rodear el lago caminando no me hacía ilusión. Así que algo dubitativo, cogí la cámara pero dejé el trípode. El lago tiene una forma ligeramente ovalada. Nosotros quedábamos a una de las puntas. Al llegar al otro extremo mi opinión cambió drásticamente. Se extendía ante nosotros un valle a cuyo fin se apreciaban majestuosas montañas de picos nevados. Los glaciares iban brillando con más o menos intensidad a medida que las nubes pasaban y dejaban paso a los rayos del sol poniente.

Pero si esa imagen ya la encontraba espectacular, más aún me iba a sorprender la que tenía por descurbir. Al finalizar mi sesión fotográfica valle adentro, me di media vuelta hacia el lago, ahincado entre montañas y colinas, y vi asomarse un pico nevado. Mis ojos brillaban, abiertos de par en par, espectantes, como a sabiendas de lo que estaba por venir era todavía mejor que todo lo que había visto hasta la fecha. Me fui moviendo hacia el lado opuesto del camino por el que habíamos llegado. El pico se hacía más visible, y la vez, sin que nadie los llamara, aparecían, como un ejército, una cordillera de picos, nevados, no nevados, brillantes y ensombrecidos. La estructura de nubes también ayudaba a la formación de rocas a engrandecer su noble y portentosa visión. Mi cuerpo estaba excitado, el click de la cámara no paraba de sonar. Atrás quedaban los males estomacales, las interminables horas de bus, los cuerpos cansados. Esa sola imagen era una dosis de vitalidad que nos iba a servir más adelante, pues no teníamos ni idea de lo que estaba por venir.

El frío nos acehcó sin previo aviso. El sol todavía no se había puesto y ya estábamos acurrucados en los sacos de dormior que nos proporcionaban. Por cierto, que las tiendas de 3 en las que dormían 2, eran realmente "comfortables tiendas" tal y como nos indicaba nuestra inestimable guía, la "Lonely". Cubría toda la tienda una gruesa manta sobre la que reposaban los sacos de dormir y una manta extra que no dudamos en usar.

Aún con problemas estomacales y con muy poca disposición por salir de la tienda y cruzar los 100 metros que nos separaban de la tienda para evacuar nuestras necesidades, la llamada para cenar no fue de nuestro agrado. Y aún así, hicimos el esfuerzo, aunque sólo comimos arroz y chapati.

El toque de queda fue temprano, tempranísimo. Sin luz y con demasiado frío para cualquier actividad, indios, alemana y servidores nos retiramos a nuestros aposentos para caer dormidos a eso de las ocho. Y sin quererlo, la necesidad surgió a eso de la una. Por fortuna, el viento había dejado de soplar y decidí ir a por una meadita. El frío no resultó tan impactante como se preveía, y el manto estrellado proporcionaba una calidez, más de espíritu que de cuerpo.

Y pensando que ya lo habíamos visto todo, aunque algo expectantes por ver el amanecer, salimos de la tienda para ver un espejo que reflejaba con intensidad las montañas de alrededor. Pero no duró mucho. El viento también parecía despertar y empezaba a enturbiar la tranquilizadora visión.

Así que hechas las mochilas, dos indios, una alemana, servidores y nuestro conductor nepalí, dispusimos rumbo a Battal para una rápida parada de desalojo. Y hechas las despedidas nos dirijimos a Manali.

Todo iba sobre ruedas, hasta que el traicionero camino enfangado nos jugó una mala pasada. Fue en una curva cerrada que nuestro conductor había tomado abierta. Al querer incorporarse a su lado, hacer mención de carriles parece absurdo, las ruedas traseras resbalaron y el jeep que venía de frente nos golpeó. Una pequeña abolladura y el parachoques suelto fueron nuestros daños. Al otro jeep se le rompió la luna de una de las luces.

El problema de los accidentes en la India, no es tanto la parte económica, es la agresividad con la que se lidian. Más de una vez, sobretodo si el accidente es grave, o no se llega a un acuerdo, llegan a convertirse en auténticas batallas campales, en las que el culpable, y en más de una ocasión, los ocupantes del vehículo, acaban linchados por la masa de espectadores.

Pero nuestro accidente no llegó a palabras mayores y con un conductor algo mosqueado, pues acababa de perder su sueldo en lo que suponía la reparación de la abolladura, conseguimos llegar a nuestro destino, Manali.

Y si bien nuestra primera llegada al pueblo del vicio había supuesto nuestra caída a manos de un virus, albergábamos la esperanza que nuestro regreso supusiera nuestra recuperación.

Saturday, September 6, 2008

Un nuevo despertar

Cansados pero satisfechos con las decisiones tomadas, nos fuimos a dormir con la caida del sol, a eso de las siete y media. El día siguiente debía brillar con luz propia. Teníamos una dirección, un propósito y sabíamos como llevarlo a cabo.

Pero no todos los comienzos son ideales. En nuestro caso, implicaba un temprano despertar, que a la hora de la verdad, ese momento en el que estas acurrucado entre las sabanas, en nuestro caso, el saco de dormir, un ojo abierto el otro cerrado y el dedo a punto para volver a apagar el despertador del móvil, esta vez de una vez por todas, sugerió la duda de si seguir con el plan establecido y buscar una alternativa. Pero no, volvimos a superar nuestras flaquezas y nos dispusimos a pasar el día en Tabo. Un pueblo a dos horas en bus de Kaza que alberga el mayor Gompa de la región, unas cuevas que usaban los monjes budistas para medtación y un heliódromo, que supusimos, lo utilizaba el Dalai Lama cuando visita la zona, predominantemente budista.

Nuestros planes se basaban en indicaciones de nuestra inestimable guía, la ¨Lonely¨y en suposiciones. El bus a Tabo, nos habían informado, salía entre las ocho y media y las nueve. Cierto. La ¨Lonely¨nos indicaba acerca de la existencia de un bus que volvía de Tabo a Kaza por la tarde, pero al preguntar en la estación, ya billetes en mano, nos dicen que no hay. Mosqueados por la noticia, vivimos un momento de duda. Vamos y no sabemos si podremos volver hasta el día siguiente, o no vamos, al menos en bus. Decidimos volver a preguntar. Esta vez, sí había un bus que volvía a Kaza a partir de las cuatro, o las cinco, o las seis, o las siete...

Al llegar a Tabo, decidimos volver a preguntar. En la India no hay un número límite de veces para preguntar lo mismo, ya que te acostumbran a dar mil respuestas diferentes. No importa, aunque no lo sepan, te dicen algo, es importante dar una respuesta, implica conocimiento, sabiduría, precísamente, lo que más falta hace. En este caso, por si el espectro de espera no era lo sufientemente amplio, aumento una hora más. El bus ahora pasaba a partir de las tres, o las cuatro, o las cinco, o las seis, o las siete...

Al final, después de varios paseos por el pequeño pueblo, comer unos momos y algo de esperar, el bus pasó a las cuatro y media. Puntual diría yo.

De vuelta a Kaza hice un gran descubrimiento. Los colores del cielo al anochecer eran únicos. Azulados, liláceos y rojizos inundaban nuestras cabezas. La inmensidad visual que observabamos debía ser plasmada en formato digital. Pero antes necesitaba encontrar una ubicación elevada, o al menos eso pensaba en primera instancia, y el rojizo monasterio en las escarpadas montañas de Kaza parecía ser el lugar ideal. Pero más sobre esto en su momento adecuado.

Estábamos contentos con el día y esperábamos más del día siguiente, en el que habíamos encargado un taxi a las seis y media de la mañana para ir a Ki, pueblo en el que cada mañana se celebra una pooja (oración) en el templo budista que data de alrededor del 1000 d.C. Un grupo de israelitas que se quedaban en el mismo hostal que nosotros y que habían viajado en el mismo bus desde Manali, ni cortos ni perezosos, al puro estilo israelí, ya hacían planes para compartit un taxi entre 9, nosotros incluidos. Algo que estaba lejos de nuestras intenciones y que tuvo fácil solución. En el momento en que mencioné la hora a la que ibamos se rajaron todos y cada uno de ellos. Era de suponer.

La ceremonia era relajada, de estar por casa, con los monjes llegando tarde, haciendo bromas, bebiendo té y picando alguna cosilla. A nosotros también nos ofrecieron té, que decidimos tomar por no ser descorteses, a pesar de las consecuencias que podía tener dicho acto para nuestros delicados estómagos. Para Jordi suponía un mayor esfuerzo, pues no le gusa la leche. Pero yo estaba contento con mi chai, hacía días que no tenía uno, y lo encontraba a faltar.

Los monjes también estaban contentos con su té matutino. Iban rellenando sus cuencos sin cesar. En mitad de la ceremonia va y suena un teléfono móvil, a más de 3.600 m de altura. Yo no tenía cobertura y era dudoso que alguien llamara a Jordi a esas horas. Era el teléfono móvil de un monje. Se apresuró a sacarlo de dentro de sus túnicas pero no para apagarlo, sino para contestar. Se puso la manta por encima y, bien cubierto, hizo sus gestiones telefónicas. Como decía, de estar por casa.

De vuelta a Kaza para desayunar, con dos checos de más en el coche, los israelitas no se habían movido del hostal. Una vez desayunados, ya casi las 11, los israelitas seguían sin moverse del pueblo. Y nosotros fuimos a explorar las vistas desde el rojizo templo en las escarpadas montañas que resultaban ser menos espectaculares de lo que pensaba.

También fuimos al río, que pasa zigzagueante por todos los pueblos de la región. No parecía haber un camino claro y en algún momento no sabíamos si llegaríamos o no. Desde el río se podían ver los dos lados del valle, cosa que no se podía hacer desde el rojizo templo en las escarpadas montañas, al estar enfocado río abajo y con la escarpada montaña cubriendo la visión río arriba. Esta factor me hizo pensar en cambiar la ubicación desde donde sacar las fotos del anochecer, y con la duda en la cabeza estuve hasta el último minuto.

Comimos más momos, descansamos y estábamos contentos porque todo salía según lo planeado. Y con esa alegría en el cuerpo nos dirijimos, algo demasiado temprano, al rojizo templo en las escarpadas montañas para nuestras fotos de atardecer. A Jordi le gustaba más el encuadre desde el rojizo templo en las escarpadas montañas y por eso lo escogimos sacrificando las vistas desde el río.

Y no fue la mejor decisión. Los colores en esa dirección no brillaban con la misma intensidad que el día anterior, algo que sí parecía suceder río arriba. Las nubes no ayudaban a brindar la majestuosa visión que habíamos presenciado apenas hacía un día. Y a pesar de ello, no se podía decir que había sido una víspera inútil. A Jordi le pico el gusanillo de la fotografía, todo concentrado con el trípode que le había dejado. Y yo había tenido ocasión de practicar con mi cámara, que falta me hacía, en especial en este tipo de fotografías. Así que resultó una experiencia gratificante.

Y todavía más contentos de lo que nos habíamos despertado, algo ya cansados del mismo paisaje, esperabamos ansiosos el día siguiente, nuestra próxima aventura.

Friday, September 5, 2008

Crisis

Todo viaje plantea situaciones difíciles. Puedes ser afortunado y salir airoso de aquellas que se presentan en tu camino, o puedes salir derrorado. En este caso, las consecuencias de la derrota pueden ser diversas y dependerán, no sólo de las circunstancias, sino de tu propio poder de recuperación. Pero salir airoso de momentos de crisis no sólo es cuestión de suerte, depende, en gran medida, en muchas ocasiones de uno mismo.

Nosotros parecíamos que ibamos de situación difícil, una tras otra, pero nuestra fuerza de voluntad y un poco de suerte nos permitía seguir adelante . La llegada a Kaza había resultado dura, al menos para mi. Llevabamos unos 4 días con apenas una comida al día. Estabamos cansados, con hambre, más mental que estomacal, y con las ideas poco cohesionadas de como debía ser el viaje, que aparecía, todavía tenía que empezar.

Con tales perspectivas, nos metimos en el primer hostal que miramos y procedimos a refrescarnos. Una duchita, ropa limpia y, como no, antes de todo, una pasada por el señor w.c. Pero las ganas de recuperarnos del viaje se contradecían con nuestras energías. Ibamos lentos, nuestros gestos no parecían responder a los deseos de la mente. Con tal proceder ibamos, a la vez, contemplando nuestras futuras posibilidades.

Todos nuestros planes de ver los valles de Spiti y Kinnaur e ir a Rishikesh, Haridwar y Varanasi se desmoronaban con cada idea que teníamos. Es más, por muy rápido que fueramos, parecía imposible acabar en Varanasi para el día 4, aún desestimando Rishikesh y Haridwar, y acabando destrozados del viaje.

¡Silencio!

Primero refrescarnos, y después construir las posibilidades.

Tic, tac, tic, tac...

Jordi listo, con la ¨Lonely¨en mano, se fue a la terraza mienrtas era mi turno del ritual en el lavabo. Al salir, uno todo relajado y reconstruido del viaje, me encuentro a un Jordi algo alterado. ¨¡Crisis, crisis!¨ Poco duro el efecto del agua caliente en mi destartalado cuerpo. No había manera posible de llegar a Varanasi el día 4 y ver algo de Spiti y Kinnaur. Ni desestimando Kinnaur parecíamos tener posibilidades.

El pánico iba subiendo por las paredes hasta el techo para caer sobre nosotros sin previo aviso. Pero he aquí la diferencia de los fuertes a los débiles. Los segundos hubieran dejado que el pánico, la desilusión y la rabia los rodeara y acompañara el resto del viaje. Nosotros estábamos hechos de otra calaña y salimos airosos con una idea triunfal.

En vez de pasarnos el día valle arriba, valle abajo, cansados, de bus en bus, casi sin dormir, columnas hechas añicos de socabón en socabón y sin pararnos a disfrutar de las vistas y los placeres de los lugares por donde pasábamos, decidimos pararnos en Kaza, hacer del pueblecito a 3.640m de altura nuestro campamento base y visitar los pueblos cercanos que tuvieran algún interes, como Tabo o Ki. Empapados de esa pequeña muestra del valle de Spiti, daríamos media vuelta hacia Manali, desde donde cogeríamos un bus a Haridwar. Y esta vez, pasando una noche a orillas del lago Chandretal.

El nuevo plan nos animó. Volvimos al Tiorfan como medicación para nuestros estómagos, esta vez sin saltarnos ninguna dosis y vigilamos más nuestra alimentación. Los ánimos habían vuelto. Nuestras caras reflejaban alegría. Nuestros ojos brillaban con ilusión. El viaje estaba por comenzar.

Tuesday, September 2, 2008

Oscuros, claros, claros, oscuros

18 horas de bus nos condujeron a 18 horas en la cama. 3 días enteros en Manali en los que vimos más los azulejos del lavabo que las verdes colinas que tanto ansiabamos.

El clima tampoco acompañaba. Tal brillaba la luz, como oscurecía el día. No te podías fiar ni un instante. Cada mañana era una sorpresa. Si llovía, ni te movías, deseando que el día mejorase. Si estaba nublado esperabas que no empeorase. Y si hacía buen día dabas por supuesto que en cualquier momento llegaría la tormenta.

Así que las cosas no pintaban bien. La recuperación de nuestros problemas estomacales no parecía llevar buen rumbo, y algo a regañadientes optamos por medicarnos. Decidimos tirar del Tiorfan en vez del Fortasec, ya que es preferido por muchos autores, pero ni así veíamos la luz al final del tunel.

Y apesar de todo, no nos empequeñecimos. Estabamos de vacaciones y veníamos a disfrutar, así que dejamos nuestros males y el clima a un lado y nos dedicamos a explorar el pueblo, Vieja Manali. Eso sí, sin mucho arriesgar, ya que cada gesto era siempre con permiso de nuestros estómagos

Los 2 días que pensabamos de ocio y descanso en Manali habían pasado a 3. Pero no queríamos estancarnos en la ciudad del vicio, y aún más sin poder disfrutar de las delicias que nos brindaba el lugar.

Sopesamos las variables. Nos hacía ilusión ir al lago Chandretal y cuestionamos, con dicho propósito, a las agencias de viaje al respecto. Todas nos ofrecían llevarnos a Kaza, nuestro siguiente destino, pasando primero por el lago. Viaje que nos costaría entre 4.000 y 4.500 rupias. Cantidad de dinero que yo consideraba elevada. Jordi venía con otra mentalidad.

Así que miramos la posibilidad de quedarnos en algún pueblo cercano a pernoctar y caminar al lago al día siguiente, pero ello suponía demasiados días para un lago, sin faltarle el respeto claro. Y con un valle tan grande por explorar como lo es Spiti, hicimos de Kaza nuestro siguiente destino. Y, como no, con permiso de nuestros estómagos nos dirijimos a Nueva Manali para comprar un billete de autobús.

Era ya domingo noche y la desagradable palabra llamada diarrea no parecía tener ganas de desaparecer de nuestras conversaciones diarias. Pero no había más remedio que seguir. Y con Fortasec en mano, por si las moscas, nos dispusimos a coger un bus que salía a las cinco de la mañana. Como no era riesgo suficiente cagarse encima en medio de la nada dentro de un autobús lleno de gente, nos fuimos a la cama sin haber gestionado un autorickshaw que nos fuera a recoger y llevarnos a la estación. Bueno, lo intentamos. Uno nos pedía 180 rupias después de 10 minutos de regateo y acabamos medio confiando en la palabra de un individuo que nos dijo que hablaría con otro conductor para que nos trasladase los casi 3 km desde nuestro hostal a la parada de bus a las cuatro y media de la mañana y por 100 rupias.

Las 4:30 a.m. y el susodicho conductor no estaba en el lugar indicado. Teníamos 20 minutos para llegar a la estación de autobuses. Y a pesar de nuestros pronósticos, lo conseguimos.

Pero la mañana no hacía más que empezar. Las mochilas debían ir atadas encima del autobús. Donde acostumbra a haber una persona que las ata, nos dimos cuenta, algo tarde, que dicha persona no existía en este autobus. Me apresuré a subir y atar las mochilas con el alambre que llevo atado a la mía, pero no me acordaba de la contraseña del candado. Hacía más de 5 meses que no la utilizaba y el sueño, las prisas y los gruñidos del estomago no me dejaban pensar con claridad. Así que hice un apaño con los cinturones de las mochilas, atando la mía a la vaca y la de Jordi a la mía. Las próximas 3 horas nos pasamos mirando hacía atrás más que al paisaje, esperando, en cualquier momento, ver nuestras mochilas rodar montaña abajo a más de 2.000 metros de altura.

Recordada la contraseña y aseguradas las mochilas en nuestra primera parada, prometí enviar una carta a North Face por la calidad de los clicks y las costuras de los cinturones de su mochila que no sólo aguantaron sus meneos, sino también los de la mochila de Jordi. Pero como soy muy perro para tal gesta, se lo felicito aquí y ahora.

Parecía que sólo quedaba disfrutar del paisaje. Escarpadas montañas de color negruzco rojizo. Un desierto de roca que me recordaba a las imagenes de la luna, o de alguna escena de ¨La Guerra de las Galaxias¨. Un paisaje arisco, sin mucha fauna aparente, pero que sorprendía con rebaños de ovejas y cabras aquí y allá. Una carretera tortuosa y avalanchas que dejaban su huella día sí día no. Mirar por la ventana no era muy aconsejable para el viajero con vértigo. El autobús tamboleaba de un lado a otro provocando el susto en sus ocupantes. Los pasajeros de atrás, veteranos de dichas carreteras, saltaban por los aires con cada socabón desatando sus risas.

Yo, a medida que el tiempo pasaba, apretaba más y más el culo. Tenía gases, pero no quería una flatulencia con sorpresita. Intentaba sacar los gases eruptando, pero el menear del autobús me lo impedía. La situación llegó a ser tan desesperante que tuve que tirar del Fortasec.

Y tras 10 horas de oscuros, claros, claros y casi negros, llegamos a Kaza sin mucha idea de cual sería el siguiente paso.

Aroma de Jane

Nos recibió al llegar.
Nos despidió a la salida.
Era aroma de Jane.

En dirección al Hostal nos la encontramos,
por los caminos y las calles.
De excursión con ella tropezamos,
inundaba toda la valle.

Con ella ya soñabamos,
en disfrutarla toda la noche,
pero ni la probamos,
debido a nuestras condiciones.

Nos acurrucaba por la noche.
Nos recibía con el día.
Era aroma de Jane.

Un consuelo nos quedaba,
frotarla con las manos.
Su dulce aroma impregnada,
no podía hacernos daño.

Y sin poseerla ni un instante,
nos tuvimos que ir.
Sólo tenía en la mente,
volver a Manali.

Nos recibió al llegar.
Nos despidió a la salida.
Era aroma de Jane.

Sunday, August 31, 2008

Por la Izquierda

La habitación en Delhi consistía de una cama doble enganchada a un lado de la pared, una mesita de noche, un espejo, una silla y un ventilador que chirriaba con cada vuelta. Tal y como me había ido a dormir la noche anterior sólo podía despertarme por el lado derecho de la cama. Consecuentemente, el primer pie en pisar el suelo debía ser el derecho. Pero por algún extraño motivo, debí poner el izquierdo, o de lo contrario no sabría explicar la mala suerte que se nos iba a hechar encima.

La fortuna de las primeras horas no hacían más que enmascarar los duros acontecimientos que tenían que llegar. Había ido a buscar a Jordi pensando que mi móvil no funcionaba pues no tenía saldo y si había algún problema no podría contactar conmigo y nuestro encuentro se complicaría bastante. Pero todo fue sobre ruedas. Llegué al aeropuerto y Jordi ya me estaba llamando para saber donde estaba, y a pesar que gasté 60 rupias inutiles para poder entrar dentro de la terminal para buscarlo, cosa que no llegué a hacer, pues él ya venía en mi busqueda al verme en la distancia, todo parecía indicar un buen comienzo.

La idea era coger un autobus de 14 a 16 horas en dirección a Manali el mismo día de su llegada. No queríamos perder tiempo en la capital. Estabamos ansiosos de verdes colinas y escarpadas montañas en los Himalayas. Así que yo había reservado dos asientos en un autobus en el que íbamos a ir apretados, incomodos y, muy probablemente, muertos de frío. Y todo por el módico precio de 400 rupias. Jordi pensaba de otra manera. No le apetecía ni una pizca dichas condiciones después del viaje en avión. Así que tuvimos que probar suerte en cambiar el billete a por otro en un autobus con aire acondicionado, un Volvo, el lujo del lujo en la India. Y todo volvió a salir sobre ruedas. Es más, en vez de 500 rupias de más, que era el precio que me habían indicado para dicho autobus el día anterior, sólo tuvimos que pagar 400. Así que esperabamos un viaje placentero, en el que nos deberían proporcionar una mantita, un botellín de agua y la comodidad de no notar tanto el tamboleo producido por las cerradas curvas de montaña y los socabones de las deplorables carreteras Indias.

Pintaba todo de maravilla, hasta que empezaron los inconvenientes. Si ya lo digo yo, no te puedes fiar hasta que no llegas al final. La India esta llena de imprevistos y nosotros nos veíamos otra noche en Delhi.

Resulta que el autobús en el que nos querían meter era de las características del primeo que había reservado. Así que después de jugarme la vida un par de veces cruzando una calle de 4 carriles con coches, rickshaws, autobuses y motos a toda pastilla que lo último que tienen en cuenta es al peatón, nos convencieron para que nos metiéramos en susodicho autobús destartalado, con la promesa de que en media hora cambiaríamos al preciado Volvo y que tan justamente nos merecíamos, pues habíamos pagado su precio.

Despúes de horas de espera en diferentes puntos de Delhi y de ver pasar bus tras bus en la misma dirección que nosotros, con la mente puesta en que pasaríamos otra noche en la capital, nos metieron, diría yo, en el que parecía el último Volvo disponible hacía Manali. Era Volvo sí. Notamos el aire acondicionado nada más entrar, a eso de las siete y cuarto de la tarde, con el día a punto de convertirse en noche. Pero ni manta ni agua de bienvenida. Es más cuando pedías que bajaran el aire acondicionado o solicitabas una manta, o te ignoraban o emitían un ruido parecido a un gruñido. Así que, mientras Jordi iba preparado con ropa de abrigo en su mochila de mano, mi fiel compañera, la cámara apenas me daba espacio para una térmica de manga larga.

Todo ello supuso un viaje largo y agotador en el que apenas pude dormir por el frío. Anhelaba las paradas para poder salir de ese congelador de 800 rupias. Hubiese ido en el destarlado, me hubiese preparado adecuadamente. Tendría a punto hasta mi recién llegado adquirido saco de dormir, por si las moscas. Pero con el Volvo a la vista, me había confiado, y no sopesé adecuadamente las variables.

A pesar de todo, al cabo de 20 horas de viaje, llegamos ambos de una pieza y sin síntomas de congelación a nuestro destino, Manali. Pero si el lector piensa que la mala suerte se había acabado con la llegada de nuevos horizontes, se equivoca.

De las opciones que nos presentaba la guía optamos por probar suerte en el Jungle Bungalow, cerca de vieja Manali. Y sin mucha fortuna, pues el hostal estaba lleno, acabamos metiéndonos por un caminito enfangado siguiendo a una señora que nos ofrecía alojamiento en el Up Country Lodge. Y he de admitir, que a pesar de la lejanía, el camino traicionero, y de que no se oía un alma, fue la mejor decisión en horas. Esa, y la de no comer en el trayecto de bus, pues resulta que tras nuestra llegada nos esperaba una sorpresa.

Primero Jordi y horas más tarde mi persona. Caímos en las manos de esa despreciada palabra llamada diarrea. Ya sea el agua del hotel de Delhi o la comida del mediodía en la misma ciudad debían ser los causantes. Al ver los síntomas de Jordi, yo estaba confiado que a mi no me podría pasar, al fin y al cabo llevaba casi 10 meses en la India. Cuan equivocado estaba.

Y así, la mala suerte que comenzó en Delhi, nos había seguido hasta las montañas, a 2.000 metros de altura. Y pasamos las próximas 18 horas en cama, con salidas esporádicas e imprevistas al lavabo, que por fortuna se encontraba dentro de la habitación. Pero a pesar de nuestra circunstancia, esperabamos un giro en los acontecimientos y algo de suerte para poder seguir nuestras aventuras por las montañas.